30 jun 2009

UNA MAESTRA AL PRESIDENTE

domingo 28 de junio del 2009

Señor Presidente de la República:

Convencida de que lo que no se evalúa no tiene oportunidades de mejorar, y con la certeza de que una evaluación voluntaria era una obligación profesional frente a mis colegas y a todos los estudiantes, me inscribí en el proceso de evaluación voluntaria que impulsaba el Ministerio de Educación.


En realidad me inscribí tres veces, ya que durante meses esperé que por mi correo electrónico me enviaran los instructivos y parámetros indispensables para una evaluación seria. Como esto no ocurrió, supuse que no había sido tomada en cuenta.

Una semana antes de la fecha señalada para la evaluación, el 3 de diciembre del 2008, recibí un mensaje de una compañera en el que me avisaban que me iban a evaluar.

Conseguí un número telefónico del Departamento de Planificación de la Subsecretaría y logré hablar con el economista Jorge González Sarango, a quien le solicité la información indispensable para el éxito de este compromiso que había adquirido.

Recibí saludos efusivos, gratitud eterna de parte del ministro Raúl Vallejo y palabras tranquilizadoras: “No tenga miedo, no se asuste. Si sale bien, perfecto; y si sale mal, no le va a pasar nada”.

El encargado de la evaluación no se conectó con mis inquietudes.
Siendo tan amplia la teoría y la práctica de la enseñanza, yo necesitaba saber sobre qué iba a ser evaluada, de qué manera, el tiempo de tal proceso, los parámetros de calificación y, sobre todo, la idoneidad de los evaluadores. Nada de eso obtuve.

En el imaginario del economista González, al otro lado de la línea estaba una profesora tan temerosa como el niño al que le van a sacar su primera muela y lo único que necesita son besos, abrazos y consuelo.

Insistiendo, supe que entre otras cosas debía dar una clase demostrativa. La preparé, elaboré un plan de clase, hice un resumen del contenido científico y una pequeña evaluación de tipo objetivo.

Como soy profesora de filosofía, y como mis alumnos acababan de estudiar el método dialéctico y las leyes de la dialéctica, decidí tratar sobre “los adelantos científicos del siglo XIX y el método dialéctico”.

En 40 minutos demostraría a mis estudiantes de tercero de bachillerato cómo el descubrimiento de la célula, la evolución de las especies y la ley de la transformación de energía contribuyeron a fundamentar las leyes de la dialéctica.

Pensé en un pequeño experimento con materiales del medio, para que mis chicos visualizaran cómo la energía calórica se convierte en energía mecánica. Saqué copias para mis posibles evaluadores.
Llegó el día de la evaluación, pero parecía un día normal, no vi a nadie nuevo.

Minutos más tarde llegó una señorita estudiante de primer año de la Espol (Escuela Superior Politécnica del Litoral); el inspector general la llevó donde yo estaba dando clase regular.

Le pregunté en qué consistía la evaluación; me respondió que eran unas encuestas. Le expliqué que yo debía dar una clase demostrativa; esto era desconocido para ella, y me respondió que no, que solo eran encuestas.
La llevé al curso donde estaban los estudiantes que tenían que participar en este evento tan especial. Hasta ese momento no había nadie, ni el rector, ni el profesor del área, ni el padre de familia, ni personas invitadas. Solo la estudiante de la Espol, mis alumnos y yo.

La jovencita empezó a sacar el material de evaluación. Ahí y solo ahí “descubrió” la ficha de evaluación de la clase demostrativa, y me dijo: “Es que a mí me entregaron este paquete sellado”.
El rector no había llegado, así que el inspector general casualmente encontró a una profesora de matemáticas para que me evaluara en representación de él.

Como necesitábamos un padre de familia, pensé en la madre más cercana y la mandamos a ver.

De todos los evaluadores, solo mis estudiantes sabían lo que estaba ocurriendo, los demás llegaron con el obvio atraso y una actitud de... ¿para qué me han traído?

Empecé mi clase. Era un tema nuevo para los estudiantes, les había dicho que ellos no podían conocerlo porque entonces sería una farsa y me pondría en evidencia ante ellos mismos; solo sabían que tenía como antecedente las leyes de la dialéctica.

El rector llegó cuando los estudiantes estaban respondiendo a la evaluación. La profesora que estaba en su reemplazo se levantó para cederle el puesto; yo le pedí que no lo hiciera ya que era ella quien debía evaluarme, puesto que el rector, persona por quien guardo mucho aprecio, no había estado presente. Pero ella dijo que “ya que ha llegado el rector, que él lo haga”.

Mi clase había terminado. Empecé a llenar la ficha de autoevaluación y me retiré.
Meses más tarde entré a internet y encontré mis calificaciones: 38/50.
Me sentí descorazonada.
La alumna de la Espol que me calificó como experta me había puesto 10/15, ¡ella que ni siquiera conocía lo que tenía que hacer aquella mañana!

Hablé con el rector y le pedí que me dijese mis fallas en la clase. Me respondió que él conocía de sobra mi calidad profesional y que su calificación para mí fue la mejor.

Pero lo que más me extraña es que mi propia evaluación tiene resultados anormales.
Como tengo principios, no me puse en todo 5, pero tampoco me puse 3,8.
Me llamó la atención la coincidencia: el rector me puso 3,8; la directora del área, 3,8; y la autoevaluación también aparecía con 3,8.

Hace muy pocos días volví a ingresar a internet y ¡oh, sorpresa!, las notas han cambiado, ya no tengo 38/50 sino 33/50, bajé 5 puntos y otra vez la coincidencia: autoevaluación 3,3, nota del rector 3,3 y la directora del área 3,3.

Yo sé que existen maestros que no pueden pasar una evaluación de mediana dificultad y le temen, pero también excelente maestros hábiles, inteligentes, innovadores que nunca se han dado por vencidos, le temen a la ineficiencia, a la indiferencia burocrática, a la impavidez de los funcionarios de segunda que pueden arrojar a un tacho de basura años de dedicación absoluta, noches de estudio, esfuerzo.

Lo único que me queda es ir por ahí diciéndoles a mis amigos: “¿Sabes cuánto me pusieron en la evaluación voluntaria?”, 33/50, y escuchar a mis compañeros decir: Si a ti te pusieron eso, a mí cuánto me pondrán.
No puedo ser modesta en este momento de mi vida en que tengo que insistir que en todas las instituciones donde me he desempeñado siempre dejé una huella penetrante de mi paso.

Mientras usted lee esta carta, si la lee, quiero que me imagine con algunos de mis alumnos recogiendo las planificaciones de la clase demostrativa que quedaron botadas en el aula, planificaciones que nadie quiso leer y nadie quiso llevar.

A pesar de eso, yo conservaba la esperanza y confiaba en que nada podía salir mal, no tenía de qué preocuparme porque el proceso educador no se representa, se vive diariamente cuando se es maestro de verdad.
Eso lo sé, y lo sabemos todos, aunque unos tecnócratas inoperantes me pongan ¡cero!

Clara Matamoros de Ibarra,
Msc., profesora del colegio Fiscal Naranjito, Naranjito



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